02 enero 2014 - por Yann Javier Medina
Cuando me preguntan qué me pareció El Salvador, suelo responder básicamente dos cosas. Primero, lo más inmediato, lo que más llama la atención del viajero proveniente de Europa (aunque sea de la empobrecida Europa transpirenaica), “es un país pobre” o “mucha pobreza”. Eso es lo que más me golpeó las primeras horas y los primeros días al recorrer las carreteras del país y las calles y avenidas de la capital.
Quizá mi falta de experiencia en viajar a eso que algunos llaman el “tercer mundo” (lo más que me había acercado hasta ahora había sido Bolivia), todavía me hace sorprenderme en exceso de las diferencias entre los diferentes “mundos”. Mis solidificados esquemas mentales occidentales, industriales, post-modernos... me tenían mal preparado para un viaje como este. Tampoco ayudaron los comentarios de la gente, las recomendaciones de los que hablan de lo que otros hablan o de lo que ven en las noticias de vez en cuando... a priori me disponía a visitar una de las regiones más peligrosas del mundo.
Creo que los ciudadanos del “primer mundo” lo tenemos realmente mal para entender, y aún comprender, a las “otras” sociedades. Pero con un poco de humildad y de valor se puede hacer algo de camino. En ese camino estoy, y creo que de ahí me viene la segunda parte de mi discurso, cuando respondo sobre el Salvador, algo así como: “Pero muy buena gente, encantadora”. Parece como si quisiera arreglar la etiqueta anterior de país pobre. Pero en realidad es mucho más veraz esta segunda parte que la primera. Lo de país pobre es una apreciación superficial, con unas raíces poco profundas, agarradas torpemente a mis esquemas mentales. Sin embargo, las bonanzas de los salvadoreños son algo que me ha calado y que me sale con mucha más naturalidad y hondura. Creo que son tres las cualidades que más he repetido desde que regresé a España al referirme a los salvadoreños: cariñosos, generosos y acogedores.
Voy ensayando un discurso que, reducido a aforismo, a sentencia, viene a ser tal que así: “Cuanto más pobre es un país más generosas son sus gentes”. Es un peligro simplificar tanto las cosas, pues en esta frase parece que uno ya da por hecho que la riqueza de un país depende de su potencia económica tal como la conciben a día de hoy los arquitectos y analistas del sistema. Tendría que desenrollar esta sentencia para que no diera lugar a malos entendidos y para separarla consistentemente de los discursos dominantes. Es más precisa la siguiente: “Cuanto más dificultades tiene un país para insertarse y competir dentro de las economías del libre mercado, y cuanto más retrasada está su población en el proceso de asimilación de los cánones culturales necesarios para su adaptación a tal sistema económico, más generosas son sus gentes”. También podría decir algo así: “Cuanto menos “desarrollado” está un país, más rica es su humanidad”. Y finalmente podría reducirse todo a una paradoja: “Cuanto más pobre es un país, más rico es” o “Cuanto más rico es un país, más pobre es”. No sé si esto realmente es así, pero al menos es la verdad de lo que yo he vivido hasta el momento, y creo que ya había oído estas cantinelas en boca de otros viajeros.
Como viajero no sé ubicarme muy bien a mí mismo. Cuando me preguntan “¿turista?”, me cuesta contestar que sí sin más, incluso en mis viajes más ociosos. Creo que nunca, al menos en mi vida adulta, he viajado con ánimo esencialmente turístico. Menos aún en mi viaje a El Salvador. Costa Rica era en principio el objetivo de mi vertiente más turística, más tibia. Belice parecía poder colmar mi vena más aventurera... finalmente ni una ni otro: Guatemala fue la opción más sensata desde varios puntos de vista y la verdad que satisfizo mi voracidad geográfica. Guate es sin duda uno de los países más diversos tanto paisajística como culturalmente de todas las américas. Creo que nunca podré borrar de mi memoria los paseos por las calles coloniales de Antigua o el colorido caribeño de los garífunas en los muelles de Livingstone. Pero era El Salvador, el Pulgarcito, el centro de todo mi viaje. Ahí las dificultades para definirme como viajero eran todavía mayores. Además de turista – a regañadientes-, geógrafo, aventurero... también podía ser un cooperante, o meramente un visitante
Tras completar mi viaje, todavía no sé muy bien qué clase de viajero he sido en esta ocasión. Lo que sí que sé es que gracias a mi paso por El Salvador, y más concretamente, gracias a mi paso por ANADES y el contacto con su gente, he vuelto a mi casa siendo un poco más humano, y esa es la mejor noticia que me puede llegar de mí mismo después de cada viaje, cualquier viaje – aunque esto es mucho más difícil cuando uno se limita a hacer turismo-. Vuelvo a España con la mochila -sobre todo la interior- algo más desocupada, con la cabeza -para bien y para mal- aún más llena de como la traje, con dudas sobre mis capacidades como cooperante, aunque con la esperanza de que encontraré más pronto que tarde el lugar desde donde poder dar de mí más de lo que ahora mismo doy
Visitar el jardín donde yacen los mártires de la UCA, ver las crudas fotos de la tragedia, intuir la valentía de aquellos hombres -y mujeres-, ha sido una experiencia que en algo me ha cambiado para siempre. De momento, ha sido el detonante para superar definitivamente mi pánico a los aviones, narcisismo que ya no me puedo permitir más. Trabajar codo con codo, o mejor, hombro con hombro, con los muchachos de la finca San Jorge, aunque fuera sólo por unas horas, ha azuzado bien mi sentido de justicia y solidaridad. Creo que ya nunca podré permanecer inactivo y ser cómplice silencioso de la injusticia sistemática. El hecho de que yo, por la simple casualidad de haber nacido en un país “occidental”, haber podido tener una buena -aunque bastante desperdiciada- educación y haber tenido la suerte -además de mi esfuerzo- de acceder a un trabajo más o menos fijo en la administración pública; pueda ahora, a mis treinta y dos años, disfrutar de un salario que colma sobradamente todas mis necesidades básicas y aún muchas secundarias, mientras en otros muchos lugares del mundo -la mayoría, entre ellos conocidos míos como Bolivia, El Salvador o Guatemala-, es realmente difícil para la inmensa mayoría de niños y jóvenes acceder a una educación digna y es prácticamente un destino ineludible para el adulto medio matarse a trabajar a cambio de un sueldo -el que lo tenga- de subsistencia
Casualmente anoche tuve la suerte de leer unas palabras cabales que ponen algo de coherencia -al menos en este punto- al conjunto de sentimientos y vivencias que ahora estoy intentando expresar con este batiburrillo de ideas. El bueno de Eduardo Galeano dice en un pasaje de sus Venas... “El intercambio desigual funciona como siempre: los salarios de hambre de América Latina contribuyen a financiar los altos salarios de Estados Unidos y Europa”. Hay injusticia e insolidaridad dentro de todos los países y también entre los diferentes países y regiones. La injusticia campa por doquier, vertical y horizontalmente. Los españoles también lo sabemos bien, especialmente ahora que muchos lo pasan mal para poder llenar la nevera -aunque siempre los hubo que no la pudieron llenar-. La desastrosa e inhumna repartición de la riqueza dentro y entre los países es fruto de la injusticia económica y social inherente al sistema capitalista liberal dominante -y casi único- y de la codicia de los menos -frente a la impotencia de los más-. Ninguna lógica histórica ni voluntad divina puede ni podrá justificar nunca lo que la pereza, la cobardía, la manipulación y el orgullo de los hombres y mujeres ha ido creando en las entrañas de nuestra sociedad -o sociedades-. Corresponde a todos y cada uno de nosotros -no sirve sólo con contestar a los políticos, aunque eso también es necesario- poner nuestro granito de arena, hacer justicia en nuestro entorno inmediato, según nuestras posibilidades, que, a decir verdad, siempre son muchas más de las que hoy nos atrevemos a mirar
Estas dos experiencias que he compartido con vosotros, la de la visita a la UCA y la de trabajar en la finca San Jorge, son las que más me han sacudido durante mi estancia en El Salvador. Aunque ha habido muchas otras experiencias que me han acariciado suavemente, y también han contribuido a humanizarme otro poquito. Esto ha sido gracias al contacto con las personas que trabajan, colaboran o comparten cosas con ANADES: Ascen, Maria Isabel, Ana Miriam, Juancho, Moisés, Elwin, Ángel, Wilfredo, Santos, Toño, Lucy, José Luis, Goyo... y otros que ahora se me escapan; soy terrible para recordar nombres.
Gracias por haberme hecho sentir como en casa, incluso mejor que en casa.
Yann Javier Medina
Viajero y visitante